Entrega de premios, viernes 15 de octubre de 2010

Entrega de premios, viernes 15 de octubre de 2010
Pablo Natale al recibir el primer premio

martes

Ganador Primer premio edición 2010

Casas prestadas

Dicen que todos tienen un primer recuerdo. El mío es el de un tractor comiéndose la casa de mi abuelo. No sé porqué el tractor está ahí, cómo llegó, cuándo se fue, quién lo maneja. Con el correr de los años he preguntado y nadie recuerda eso que yo recuerdo, algunos incluso dicen que lo del tractor es imposible y así esa primera vivencia se parece a un sueño, algo lejano, dormido. Suceden dos cosas: por una parte, es verdad que es muy difícil que un tractor haya estado en la casa de mi abuelo, apenas si había lugar para el movimiento de un tractor en su jardín o en el patio. Además, la casa sigue en pie años después del recuerdo, salvo por los árboles y las flores, que se han ido, comidos por el tiempo y la falta de cuidado. Sin embargo, la escena del tractor no puede irse de mi vida: es como un pez muriendo en las profundidades del mar. Sólo que yo no conozco el mar y ya no puedo ver a ese pez.

El primer lugar en el que viví seguramente fue la cama de un hospital, rodeado de engendros recién llegados a la vida y a sus nombres, engendros iguales a mí, esperando y recibiendo el futuro. Me gusta imaginar que nací en la ruta interprovincial, entre Córdoba, el hogar mis abuelos maternos, y Rosario, el hogar de los otros. Me gusta elegir esa parte de mi pasado que no conozco y que no recuerdo, como si eligiera una forma de acomodarme la ropa en las horas de soledad. De los lugares subsiguientes que fui habitando en mi primera infancia no recuerdo casi nada: sólo hay edificios, plazas, paredes y calles sin nombre, la televisión encendida y el llanto de mi madre embarazada delante de la dueña de un departamento. Luego hay un colectivo que se mueve de ciudad a ciudad, una sensación de mareo y, otra vez, la casa de mi abuelo. Mi abuelo que nos abre la puerta, recibiéndonos. La luz de la madrugada. Los días de verano. Y ese recuerdo súbito del tractor que esperaba detrás de las cosas, como si fuese una mariposa atrapada en las cortinas.

Justo enfrente de la casa de mi abuelo había una casa pequeña, rodeada de siete pinos. Cuando había viento las puntas de los pinos se movían de acá para allá, parecía que se estuvieran sacudiendo las ramas viejas. Esa casa se la regalaron mis otros abuelos a mi padre. Fue el último regalo que le hicieron, y esa ofrenda ayudó a mis padres a estabilizar su vida. Los estantes de los supermercados no estaban tan altos, la luz ya no se cortaba y apagaba continuamente. Lo mejor de vivir en una ciudad serrana era que se podía jugar en la calle y en las veredas. Se podía pasar las tardes con los amigos, caminar de acá para allá, imaginar que se escalaban las sierras, esconderse debajo de los pocos autos que estaban estacionados. La ruta principal era un tajo incrustado entre una sierra y otra, un tajo que se llenaba de autos sólo en ciertos horarios y, sobre todo, en ciertas épocas. Durante esos periodos, las personas viajaban montadas en sus autos sin detenerse. Viajaban con niños trepados encima, valijas detrás, la mirada puesta delante, como si todos nosotros fuésemos los últimos habitantes de un pueblo fantasma, como si hubiese algo de qué escapar pero nadie del pueblo se hubiese enterado.

Unos años más tarde, mi madre quedó embarazada otra vez. Ya tenía varios años dando clases en una escuela. Al principio viajaba mucho y llegaba muy cansada y se quedaba dormida en el sillón con la boca abierta. Luego fue acomodando sus horarios. Consiguió trabajo más cerca de la casa, tenía más tiempo, igual se quedaba con la boca abierta dormida en el sillón. Mi padre, mientras tanto, empezó a comerse a sí mismo: no sé cómo pasó eso, no sé quién o quiénes fueron responsables, ni cómo sucedió: sólo sé que ahí estaba mi padre comiéndose lentamente. Mi madre trabajaba, mis abuelos trabajaban, mi padre se comía. Incluso había partes de la casa que iban desapareciendo, quizás por una especie de “efecto mariposa”, como si se correspondieran con sus actos. Una vez, por ejemplo, llegaron unos tipos en una camioneta y preguntaron por mi padre. Mi madre les dijo que no estaba y los tipos se llevaron unos muebles. Otra vez llegaron dos tipos de traje y anteojos negros. Ni siquiera preguntaron nada. Mostraron unos papeles, empujaron la puerta, se llevaron el televisor, la heladera y más muebles: en uno de ellos mi hermana y yo teníamos guardada una caja con juguetes, pero ya no puedo recordar cómo eran. Supongo que eso es lo que sucede cuando uno guarda cosas: las protege de todos, incluso de los recuerdos.

Esa época fue bastante difícil. Entonces una tía tuvo cáncer en el estómago y falleció. Como había sido soltera y éramos los únicos que podían heredarla, nos mudamos a su casa. En el barrio de la casa mi tía había mucha luz. En realidad, alrededor de todas las personas, en toda la ciudad había mucha luz. Quizás crecer sea eso: ver como más y más cosas se van iluminando. O quizás haya sido el cambio de época. Los años pasaron con tranquilidad. Mi madre seguía dando clases en la escuela. Mi padre, cada vez más callado, tenía épocas en que salía de casa y regresaba con dinero. A veces traía flores para mamá. Mis abuelos se fueron muriendo y con ellos se fueron borrando sus palabras, las cosas que pensaban, el modo en que ponían en orden su mundo. Entonces, una mañana de verano, mi padre empezó a comerse de vuelta. Pero con más y más voracidad. Como si estuviese desesperadamente hambriento. Como si no pudiese evitarlo. Si le decíamos que parara, levantaba el rostro y nos decía que estuviésemos tranquilos, que nada malo podía pasar.
Unos meses después mi madre no aguantó más y se divorció de mi padre y mi padre se quedó solo en los restos de aquella casa. Nosotros fuimos creciendo. Mis hermanos se fueron a vivir con mi madre en la que había sido la casa de sus padres y que ahora le pertenecía: nadie dijo nunca nada de un tractor. Yo tenía un amigo que vivía en la capital en una casa que había sido de su padre. Me mudé con él. Cuando estaba con las valijas en la terminal, mi padre fue a buscarme. Tenía el cuerpo flaco y lastimado, la cara pálida, pozuelos bajo los ojos. Me dijo que quería que heredase su vieja casa. La casa que había pertenecido a su padre. Recordé la última vez que la había visitado: habían tirado abajo los pinos y una pared, estaban construyendo todo de nuevo y la casa, por demás, ya no era nuestra. Quería tener una buena despedida de mi padre o lo que quedaba de mi padre o de nuestras palabras. Así que le conté mi recuerdo, aquel del tractor en un mundo de niebla, llevándose por delante las cosas, y entonces le pregunté si ese recuerdo era un invento de mi imaginación o había ocurrido en realidad. Y mi padre, allí parado en la terminal de ómnibus, cerró los ojos, como si intentara dormir, como si intentase sacar del fondo los sentimientos destruidos.

Pablo Natale

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