Entrega de premios, viernes 15 de octubre de 2010

Entrega de premios, viernes 15 de octubre de 2010
Pablo Natale al recibir el primer premio

martes

Ganador segundo premio edición 2010

Respirar

I
Cuando mi padre entró a despertarme todavía era de noche, una noche limpia y fría de finales de verano en la Patagonia. Recuerdo haber estado hasta muy tarde, en la oscuridad de mi habitación, repitiendo una y otra vez los movimientos que había ejercitado: cargar, apuntar, respirar, disparar; cargar, apuntar, respirar, disparar. Cumplía trece años y por fin había logrado convencerlo de ir cazar un ciervo.
–Respirar es lo más importante –decía mi padre–. Cuando respirás, el cuerpo se tensa y se anticipa a recibir el golpe del arma. Respirar es necesario para apoyar la escopeta correctamente sobre el omóplato. Cuando respirás sos consciente del disparo, de la vida y de la muerte. Puede fallar el arma o podés errar el disparo. Pero nunca te olvides de respirar.
Aquel verano habíamos pasado tardes enteras practicando con latas para afinar la puntería y mejorar lo que él llamaba “mi estilo”.
Yo confiaba en él. Era un excelente tirador. Creo que nunca lo vi fallar.

II
Pocas cosas me hacían acordar tanto a mi madre como el olor a café en la madrugada. En cambio, el café que hacía mi padre olía a tabaco. Todo su cuerpo y su ropa y su voz olían a tabaco.
Cuando bajé a desayunar pensé que mi madre nos hubiese sorprendido con un pan recién horneado. Tal vez nos habría preparado algunas cosas para llevar. Mientras me calentaba las manos con la taza, la imaginé sentada junto a mí, untando manteca en el pan. Hacía tiempo que ella no estaba, y yo seguía extrañándola.
El hermano de mi padre no tardó en llegar. Su camioneta era mejor para subir a la montaña y también le gustaba tirar. Él no era el mejor compañero de caza. Siempre fue un tipo testarudo, vehemente, torpe, que hablaba mucho y bebía otro tanto. Mi padre decía que antes de apuntar al animal, había que apuntarle a él. Para callarlo.

El viaje duraría un par de horas largas, así que me dejaron la cabina de atrás para mí. Pude dormitar un rato mientras el sol salía despacio a nuestras espaldas. Entre sueños escuché a mi tío decir que yo estaba muy pendejo para un ciervo y que antes debería haber tirado a animales más pequeños. Mi padre lo dejó hablar hasta que lo silenció con una afirmación que me hizo estremecer:
–El pibe tira bien y punto.
Al llegar al campo nos recibió Roto, el lebrel que ayudaba con las ovejas. Descargamos las cosas de la chata y comenzamos a subir a pie la montaña. Roto iba delante y sabía lo que buscaba: cualquier rastro de un ciervo era útil.
–El amanecer –me explicaron– es la mejor hora para encontrarlos. Los animales salen a buscar hojas húmedas y conocen los horarios menos peligrosos para hacerlo.
Ascendimos unos cincuenta minutos cuando Roto se echó al suelo y miró fijamente hacia un pequeño bosque que se levantaba a unos doscientos metros.
–Acá nos quedamos –dijo mi padre–. Si tenemos paciencia tal vez vengan a comer de esos arbustos. Es un buen lugar para tirar.
Apoyamos las cosas en el suelo, cargamos las escopetas. Mi padre sacó dos cantimploras, una para él y su hermano, con ginebra, la otra con agua para los tres. Prendieron un cigarrillo y yo pensé que eso haría espantar a cualquier ciervo. Pero no dije nada: la espera sería larga y era importante estar callados.

III
Roto comenzó a cambiar el ritmo de su respiración. Mi tío levantó la mano para que hagamos silencio y buscó con los prismáticos algún animal. Allí estaba, un hermoso ciervo colorado de 28 puntas. Mi padre señaló el rifle y me dijo, sin hablar, que me preparase.
Tomé el rifle y cargué. El ciervo se acercaba. Cargar, apuntar, respirar, disparar. Tenía tiempo. Aflojé mi cuello y mis hombros. Mi tío me miró con ironía o de una manera que entonces me pareció irónica. Me preparé. El ciervo se acercaba sin levantar la cabeza del suelo. Venía hacia nosotros y yo esperaba la distancia correcta. Súbitamente, levantó la vista y me vio. Apunté: la vida me miraba con todos sus ojos. Pensé en mi madre y en su absurda muerte. Pensé en Carlos, el hijo de mi tío, que tenía un problema para caminar. Pensé en que mi padre moriría, que mi tío moriría y que finalmente yo moriría. Pensé en Roto y cómo había defendido, con uñas y dientes, su rebaño contra los gatos del monte.
Luego disparé.

IV
Lo último que recuerdo, antes de despertar en el hospital, fue el insoportable dolor que tenía sobre el hombro y cómo, con tragos de ginebra que me quemaban la garganta, mi tío y mi padre intentaron anestesiarlo. Me había olvidado de respirar y la escopeta quedó lejos de mi cuerpo: el retroceso fue tan fuerte que me partió el hombro.
Mi padre me explicó todo: la cirugía había salido bien a pesar del largo viaje que habíamos tenido hasta el quirófano. Mi tío apareció luego, muy borracho, gritándole a las enfermeras del hospital.

Al verano siguiente comencé a fumar y conocí a Agustina. Mi padre murió unos años después sin que pudiera preguntarle qué habían hecho con el ciervo que maté aquella mañana, el regalo de mi cumpleaños número trece.
Nunca más volví a disparar una escopeta.

Tomás Linch

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