Entrega de premios, viernes 15 de octubre de 2010

Entrega de premios, viernes 15 de octubre de 2010
Pablo Natale al recibir el primer premio

martes

Ganador Tercer premio edición 2010

Trademark


Mi padre tiene: “Inteligencia práctica envidiable”.

Es capaz de resolver cualquier situación no sólo economizando recursos sino

en un lapso relativamente breve de tiempo y de manera racional/funcional.

Cuando niños, mi hermano y yo, siempre quedábamos asombrados cada vez

que el tipo utilizaba sus “poderes”.

Pero... todo esto tenía un costo y debíamos pagar (de alguna manera) los

favores del “titán”.

¿Cómo?

Escuchando una frase lapidaria; un conjunto de palabras que más que

palabras, eran puñaladas al hígado.

Esa frase la pronunciaba mi padre cada vez que se enteraba del suceso a sub/

sanar.

¿Qué decía?

Casi sin establecer contacto visual, vociferaba: “¡Qué chiquito

que me ha salido pelotudo!” (o la versión en plural, según el caso).

Lamentablemente el tiempo fue pasando y “los hijos del superhéroe” (o sea

nosotros) detectamos que no habíamos heredado ni cien gramos de

pragmatismo.

Ese no fue el peor descubrimiento.

Lo peor fue pisar los treinta y pico de años y darse cuenta que se ha perdido

cada batalla intentando preservar (inútilmente) la dignidad.

¿Por qué?

Pues bien, paso a contarles:

Suena el teléfono, (mi hermano G):

¿Podés venir a darme una mano? Tengo un problema con el auto, cerré

la puerta y me dejé la llave adentro.

Yo- Voy para allá (con el pecho henchido, fui pensando cómo resolver el

dilema).

Algunos datos relevantes:

Vehículo color rojo en una pendiente, con el freno de mano puesto y... ¡el motor

en marcha!

Yo- ¡No tenés un duplicado! (pregunta muy importante e inteligente).

G- No.

Yo- ¿Y papá? (pregunta más importante que la anterior).

G- No está, por suerte. Hay que apurarse, en cualquier momento llega.

A ver... intento abrir la puerta, no se puede.

Intento las otras puertas: cerradas. Intento abrir el capot con el fin de (al

menos) apagar el motor (que estaba tomando bastante temperatura): resultado

desfavorable.

Intento abrir el baúl con el objetivo de introducirme por detrás de los asientos

para conquistar el interior del carro pero... no es positivo el plan.

Intento bajar los vidrios presionando la palma de mi mano suavemente y sólo

consigo que se mueva unos milímetros el del conductor.

Yo- imposible meter algo ahí, apenas pasa una hoja.

G- También probé...: ¡Llamo a un cerrajero y listo, pago lo que sea con tal

de que no venga papá y...!

Yo- ¡Buenísima idea, dale apurate!

Mi hermano llamó por teléfono al cerrajero. Volvió con una sonrisa (casi de

victoria) entre sus labios y a cambio: asentí con la cabeza dándole mi total

apoyo a la resolución (no hizo falta que le levantara el pulgar derecho).

Mientras esperábamos al buen hombre, y mientras el zumbido del auto se

había vuelto familiar. Mientras en el resto del mundo llegaban cerrajeros y

destrababan las puertas en millones de hogares.

Mientras pasaba eso, llegaba nuestro padre antes que el maldito cerrajero.

Hizo las preguntas de rigor ¿Qué pasó? ¿Y el duplicado? ¿Hace cuánto que

está el motor en marcha? etc., etc., etc...

Esperamos la frase como quien espera que le pateen el banquito en el cadalso.

Pero la frase no llegó.

El tipo no pronunció vocablo alguno y comenzó a desplegar todo su potencial.

Intentó lo mismo que nosotros: puertas, capot, baúl... y nada.

Se fue y... trajo un manojo de llaves y las probó una por una.

Era una buena jugada, pero tampoco pasó nada.

Juro que por lo menos yo (estoy seguro que mi hermano también pero, no está

bien comentarlo) deseé que no tuviera éxito en ninguna de sus ideas. ¡Qué

lindo era verlo cómo se le agotaban las alternativas!

Se fue otra vez y... volvió con un pedazo de alambre.

Nuestros rostros cambiaron. Sabíamos que, “el Carly”, algo tramaba.

Bajó el vidrio la misma cantidad de milímetros que habíamos conseguido bajar.

Metió el alambre, probó llegar hasta el pestillo.

Retiró el alambre. Le hizo un ganchito bastante extraño en la punta. Lo

introdujo de nuevo e intentó embocarle al “cosito ese negro” para levantarlo y

destrabar la puerta.

Se ve que esas pavadas de que si pensás en negativo pasa esto o aquello. Se

ve que eso de pensar en positivo, eso de ver el vaso “medio lleno”. Se ve que

eso: ¡Es una gran estupidez! porque me la pasé obstruyéndole “el aura” en

todo momento ¿Y? ¿Para qué?

El tipo le embocó al pestillo, abrió la puerta, se metió en el auto, giró la llave,

apagó el motor y se fue sin decir palabra alguna.

Chocamos miradas abatidas con mi hermano y... nunca pero nunca nos

hubiéramos imaginado que podía haber algo más deplorable que esa frase

que tanto temíamos.

Lo colosal, lo realmente asolador había sido que esta vez: ¡el tipo no la había

pronunciado!

¡Claro, no hacía falta decirla! porque, sencillamente, la frase ya se nos había

vuelto carne, había calado nuestros huesos y se había hospedado en lo más

profundo de nuestras entrañas.


Rodrigo Galíndez

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.