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Mi padre tiene: “Inteligencia práctica envidiable”.
Es capaz de resolver cualquier situación no sólo economizando recursos sino
en un lapso relativamente breve de tiempo y de manera racional/funcional.
Cuando niños, mi hermano y yo, siempre quedábamos asombrados cada vez
que el tipo utilizaba sus “poderes”.
Pero... todo esto tenía un costo y debíamos pagar (de alguna manera) los
favores del “titán”.
¿Cómo?
Escuchando una frase lapidaria; un conjunto de palabras que más que
palabras, eran puñaladas al hígado.
Esa frase la pronunciaba mi padre cada vez que se enteraba del suceso a sub/
sanar.
¿Qué decía?
Casi sin establecer contacto visual, vociferaba: “¡Qué chiquito
que me ha salido pelotudo!” (o la versión en plural, según el caso).
Lamentablemente el tiempo fue pasando y “los hijos del superhéroe” (o sea
nosotros) detectamos que no habíamos heredado ni cien gramos de
pragmatismo.
Ese no fue el peor descubrimiento.
Lo peor fue pisar los treinta y pico de años y darse cuenta que se ha perdido
cada batalla intentando preservar (inútilmente) la dignidad.
¿Por qué?
Pues bien, paso a contarles:
Suena el teléfono, (mi hermano G):
¿Podés venir a darme una mano? Tengo un problema con el auto, cerré
la puerta y me dejé la llave adentro.
Yo- Voy para allá (con el pecho henchido, fui pensando cómo resolver el
dilema).
Algunos datos relevantes:
Vehículo color rojo en una pendiente, con el freno de mano puesto y... ¡el motor
en marcha!
Yo- ¡No tenés un duplicado! (pregunta muy importante e inteligente).
G- No.
Yo- ¿Y papá? (pregunta más importante que la anterior).
G- No está, por suerte. Hay que apurarse, en cualquier momento llega.
A ver... intento abrir la puerta, no se puede.
Intento las otras puertas: cerradas. Intento abrir el capot con el fin de (al
menos) apagar el motor (que estaba tomando bastante temperatura): resultado
desfavorable.
Intento abrir el baúl con el objetivo de introducirme por detrás de los asientos
para conquistar el interior del carro pero... no es positivo el plan.
Intento bajar los vidrios presionando la palma de mi mano suavemente y sólo
consigo que se mueva unos milímetros el del conductor.
Yo- imposible meter algo ahí, apenas pasa una hoja.
G- También probé...: ¡Llamo a un cerrajero y listo, pago lo que sea con tal
de que no venga papá y...!
Yo- ¡Buenísima idea, dale apurate!
Mi hermano llamó por teléfono al cerrajero. Volvió con una sonrisa (casi de
victoria) entre sus labios y a cambio: asentí con la cabeza dándole mi total
apoyo a la resolución (no hizo falta que le levantara el pulgar derecho).
Mientras esperábamos al buen hombre, y mientras el zumbido del auto se
había vuelto familiar. Mientras en el resto del mundo llegaban cerrajeros y
destrababan las puertas en millones de hogares.
Mientras pasaba eso, llegaba nuestro padre antes que el maldito cerrajero.
Hizo las preguntas de rigor ¿Qué pasó? ¿Y el duplicado? ¿Hace cuánto que
está el motor en marcha? etc., etc., etc...
Esperamos la frase como quien espera que le pateen el banquito en el cadalso.
Pero la frase no llegó.
El tipo no pronunció vocablo alguno y comenzó a desplegar todo su potencial.
Intentó lo mismo que nosotros: puertas, capot, baúl... y nada.
Se fue y... trajo un manojo de llaves y las probó una por una.
Era una buena jugada, pero tampoco pasó nada.
Juro que por lo menos yo (estoy seguro que mi hermano también pero, no está
bien comentarlo) deseé que no tuviera éxito en ninguna de sus ideas. ¡Qué
lindo era verlo cómo se le agotaban las alternativas!
Se fue otra vez y... volvió con un pedazo de alambre.
Nuestros rostros cambiaron. Sabíamos que, “el Carly”, algo tramaba.
Bajó el vidrio la misma cantidad de milímetros que habíamos conseguido bajar.
Metió el alambre, probó llegar hasta el pestillo.
Retiró el alambre. Le hizo un ganchito bastante extraño en la punta. Lo
introdujo de nuevo e intentó embocarle al “cosito ese negro” para levantarlo y
destrabar la puerta.
Se ve que esas pavadas de que si pensás en negativo pasa esto o aquello. Se
ve que eso de pensar en positivo, eso de ver el vaso “medio lleno”. Se ve que
eso: ¡Es una gran estupidez! porque me la pasé obstruyéndole “el aura” en
todo momento ¿Y? ¿Para qué?
El tipo le embocó al pestillo, abrió la puerta, se metió en el auto, giró la llave,
apagó el motor y se fue sin decir palabra alguna.
Chocamos miradas abatidas con mi hermano y... nunca pero nunca nos
hubiéramos imaginado que podía haber algo más deplorable que esa frase
que tanto temíamos.
Lo colosal, lo realmente asolador había sido que esta vez: ¡el tipo no la había
pronunciado!
¡Claro, no hacía falta decirla! porque, sencillamente, la frase ya se nos había
vuelto carne, había calado nuestros huesos y se había hospedado en lo más
profundo de nuestras entrañas.
Rodrigo Galíndez
martes
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